
Mejor otro día © Loli Pérez González
Eran las siete de la tarde y ya había anochecido. Aquel día habían atrasado la hora y eso siempre mantenía a Esther en un estado de gravitación lunar durante varios días. No conseguía descifrar el binomio de su vida. Hiciera lo que hiciera siempre le daba negativo. Nunca acertaba con la solución, ni modo de estar en el lugar preciso, en el momento justo. Ni con la persona adecuada. Nada. Su vida se había convertido en una sucesión de errores superpuestos que la empujaban a la soledad, directa a caer en un pozo sin fondo.
Miró el frasco de pastillas rosa. Lo movió a modo de sonajero, ¿Cuántas serían necesarias? Diez, veinte, ¿Más? Temía fracasar de nuevo, volverse a despertar en la habitación desangelada, de aquel hospital. Bajo la mirada poco compasiva de la enfermera de turno. Odiaba responder a las preguntas del psicólogo, intentando rescatar aquel mal recuerdo anclado en su memoria. Le resultaba cada vez más humillante. Vale que tropezara una vez ―se decía a sí misma― vale que se dejara engañar otra pero... ¿cómo volvía a caer? Eso era lo que la indignaba. Seguir columpiándose cada vez más alto, cada vez más lejos, con más impulso, intuyendo que la cuerda podía ceder en cualquier momento y lanzarla rebotada a lo lejos. No, no podía seguir pensando que aún quedaba algo, un hilo muy fino, que aún les unía. Ni cada tarde esperar ansiosa una mirada, una palabra, un gesto, una señal aunque fuera intermitente, si o no, cero o uno, blanco o negro. Que llegara sin interferencias y no la arrastrara el viento y desapareciera tras las nubes. Que no hubiera que interpretar con su astrolabio imaginario.
Llenó un vaso de agua del grifo, centenares de pompitas blancas burbujearon dentro del vaso, con olor a cloro. Tragó una, dos, tres pastillas rosa, tras una bocanada de aquel agua. Estaban asquerosas, amargas. Se le quedaban como lapas, pegadas en el esófago.
Tiró el contenido del frasco por el váter y las vio desaparecer, absorbidas, girando dentro de un remolino de agua. Abrió una lata de Coca-cola y la vertió sobre un vaso con hielo. Encendió un cigarrillo. Puso música. Entornó los ojos y respiró profundo, exhalando el humo despacio y poniéndose cómoda, se dijo a sí misma:
―Hoy tampoco va a poder ser, Esther.