El duende y la vieja
Desde hace algunos meses, un duende travieso andaba suelto por la casa de María. Cambiaba las cosas de lugar, sacaba la ropa de los armarios por la noche, metía los zapatos en el frigorífico o se los ponía al revés, regaba las macetas con coca-cola, tiraba la comida al cubo de la basura, robaba la bayeta sucia del fregadero de la cocina y la escondía en el cajón de la mesita de noche. Parecía no agotar su ingenio para hacer toda clase de travesuras imaginadas e imaginables.
―¿Qué miras tú, vieja? ―bufó enfadada Rosario, mientras se lavaba las manos en la pila del aseo con mucho, mucho jabón.
―¡Mamá, vente ya a merendar, que se va a enfriar el chocolate! ―la llama María impaciente desde la cocina, cuando la escucha hablar de nuevo.
Y Rosario, llega con el ceño fruncido, las manos mojadas goteando de espuma blanca por todo el pasillo, arrastrando los pies. Se acerca a la mesa dónde están dispuestas las dos tazas de loza, cucharillas, servilletas de papel y un plato con bizcochos.
―Anda hija, dame una galleta de esas que se la voy a llevar a la vieja que hay allí ―y coge un bizcocho y vuelve arrastrando los pies hasta el aseo y lo deposita bajo el espejo, sobre uno de los charquitos de espuma y agua que ha dejado ― toma mujer, que no diga que soy una sieso.
―Mamá, mamá, ¡venga ya! ¡Que el chocolate se va a poner espeso! ―se inquieta María, que la espera sentada a la mesa, mientras sirve el líquido denso y humeante sobre ambas tazas.
―¿Hoy no viene la niña a cenar con nosotras? Mira que yo a ella le dejo mi vaso, que no me importa.
―No mamá está trabajando, pero ahora después vamos a ir tú y yo a recoger a la peque, anda, ten cuidado y no te quemes. Ponte la servilleta al cuello, así mira ―y la hija hace lo propio.
―Que no, que no, que no quiero, joder, déjate de bobadas de esas ¡quita, que yo sé sola! ―y haciendo aspavientos con las manos, vuelca el contenido de su taza sobre la enagua― ¡Maldita sea! Ves, me ponéis nerviosa entre tú y la vieja esa, que no deja de seguirme a todas partes.
―¡Qué desastre estás hecha, mamá! ―protesta María, mientras le limpia con las servilletas de papel el chocolate que ya ha llegado al suelo y avanza lento, como lava de un volcán― anda, vamos y te cambias, que nos tenemos que marchar enseguida.
María entra al baño y ve el bizcocho hinchado encima del lavabo, se lo guarda en el bolsillo del delantal, mientras mueve la cabeza a los lados. Se lo quita y lo cuelga detrás de la puerta de la cocina, agarra las llaves, el bolso, la madre y cierra la puerta con cuatro vueltas de llave.
―¿Has cerrado bien la puerta?¿Y la bombona? ¿Has apagado la candela? A ver abre, que voy a mirar otra vez antes de irnos, que seguro se te ha olvidado algo.
―Que sí, que sí mama, que he cerrado todo bien, anda vamos y deja de protestar, que llegamos tarde.
― ¿Qué hace la vieja aquí dentro del ascensor, otra vez? ¿No sabe que estoy jarta de verla? ¡Dile que se vaya! Hija ¡que no, que yo no quiero verla, que es una pesada!
―No te preocupes mamá, ella va a otro piso y se baja después que nosotras, anda dile adiós, que no se quede triste.
―¡Adiós, japuta! ¡Como me sigas te voy a dar un par de ostias que vas a ver! ―y hace un amago de corte de manga con el dedo corazón estirado.
―¡Mamá, mamá, que tú nunca has dicho palabrotas, por favor! ¿Qué van a pensar los vecinos?
―Me importa un cipote encapirotado ¡a ver si ahora no voy a poder ni resollar!
Y salen a la calle cogidas del brazo, María impaciente, Rosario con la mirada perdida, otea ambos lados de la acera, abriendo mucho los ojos, con gesto de asombro.
―Llévame a mi casa, que madre seguro me está esperando y se va a enfadar. Va a creer que me he ido con mi pretendiente y no, no quiero verlo, que hoy no venga, que no se siente a mi vera, que le huele el resuello a alcantarilla ―protesta Rosario soltándose del brazo de la hija.
―Pues como no te cojas a mí, lo llamo ahora mismo y le digo que te lleve él. Anda agárrate a mi brazo, no vayas a tropezar, mamá.
―Pero llévame a mi casa, que padre me riñe si llego anochecido. Le compramos damascos para el postre ¿vale? que le gustan mucho y luego siembra los huesos en el huerto del patio y nace un arbolito ―dice Rosario ilusionada, sin acordarse ya del novio.
―Ahora después mamá, primero vamos a lo que vamos, intenta andar un poco más rápido y sin arrastrar lo pies, ¡Que viene tu novio el de la alcantarilla por ahí cerca! ― Rosario acelera con pasos pequeños pero rápidos y tropieza con un adoquín levantado.
―¡Me cago en todas sus muelas! Pues no que me ha puesto la zancadilla el muy cabrito ¡Yo no me caso con él, tenga los dineros que tenga! que no, dile a mi padre que no quiero…―empieza a llorar desconsoladamente, parada en mitad de la acera.
―Anda mamá, deja que te seque esas lágrimas, no llores que ya lo hemos despistado y no te vas a casar con él ―le dice mientras la abraza con suavidad― pero sí con el joven apuesto de la tahona, que siempre te da los bollos más grandes.
―Sí, sí ese es el que yo quiero, pero padre no le deja que me hable, porque no tiene dineros como el otro. Si me tendré que escapar con él… Si…
―De hecho, Rosario, te escapaste con él y tuviste una hija ¿Ya no te acuerdas, mamá?
―¿Y tú quién eres y cómo sabes todo eso? ―dijo Rosario con los ojos desencajados― ¿Eres la mujer que me cuida? ¡Dímelo ya! ¿Quién carajo eres?
―Quién voy a ser mamá. Soy tu hija María ¡Y te cuido! Cuando me dejas… ―afirma aguantando un puchero, con los ojos llenos de lágrimas.
Rosario la mira extrañada y se encoge de hombros, sigue andando a su paso, arrastrando los pies, cabizbaja y sin rechistar.
―Anda vamos mamá, que la peque nos está esperando, ya verás lo contenta que se va a poner cuando te vea...
Llegan a la puerta de una guardería con dibujos de Disney mal pintados, de colorines vivos y discordantes entre sí, estampados por toda la pared. Una señorita les abre la puerta, trae de la mano una pequeña princesita de ojos alegres, que sonríe al verlas.
―¡¡¡Bisabelita, bisabelita!!! ―y con un movimiento rápido e imperceptible, se zafa de la mano de la profesora y se cuelga al cuello de Rosario, que la esperaba agachada y con los brazos abiertos. Y le llena la mejilla con una cascada de besos sonoros, mientras la niña ríe cantarina.
―Anda vamos, que vas a degastar a la niña con tanto beso. ¿No hay nada para mi, peque?
―No ¡hoy, sólo para la bisabelita!