miércoles, 10 de junio de 2009

La escuela rural





La escuela Rural
 
                                                                    © Loli Pérez González

Cuando llegué a aquella escuela rural sólo tenía siete años. El primer día fue raro. Lo primero que vi fue un niño tirado de bruces en el suelo. Le habían empujado los mayores. Se levantó sacudiéndose el pantalón y limpiándose los mocos en la manga del jersey.
─¿Es que tengo moscas en la jeta? nos espetó mientras lanzaba un escupitajo a nuestros pies, mirándonos farruco ¿Estáis alelaos, o qué?
Nos largó cuando vio la cara de pazguatos que poníamos mi hermano y yo.
Para llegar hasta la escuela teníamos que recorrer un buen trecho, por una vereda que iba serpenteando junto a una acequia dónde saltaban y croaban pandillas de ranas verdosas. Íbamos brincando y a nuestro paso ahuyentamos culebras y lagartijas entre los hierbajos pinchudos y amarillos que había a los lados,  y  las chicharras que se preparaban a dar su concierto de verano.
En lo alto de una cuesta, como corona de tarta, estaba la escuela. Se erigía en una sola planta, con ventanales alargadas sin rejas y la puerta a un lado. A lo lejos, parecía una casa con cara de circunstancias. Dentro del pequeño patio había un arriate seco,  que rodeaban la verja de entrada.
El maestro daba lección a los cuatro cursos, organizados por filas de pupitres en horizontal, en primera línea Primero, después Segundo, otra fila para Tercero, y a un lado un grupo de cuatro pupitres que ocupaban “los tres mosqueteros” que eran los mayores, de Cuarto.
No había más de cinco niños por cada curso, pelicortos y de caras tostadas que a veces se sentaba de media anqueta en sus asientos. De mi edad solo estaba la que sería mi compañera de aventuras y dos niños más, a uno de ellos tenía el mote de "El Libélula" muy listo y el otro,  muy noble y bueno lo  apodaban “El romano”.
Sobre las paredes de la clase colgaba una lámina grande del mapa político de España, de colores rojo y amarillo, muy vivos. Con grandes letras negras, los nombres de regiones y provincias; Las Canarias en un cuadrito sobre el Océano Atlántico. Si le dabas la vuelta al mapa, se podían ver las montañas y los ríos, y alguien había remarcado con bolígrafo azul el río Genil y pintado un sol tras el Veleta. Sobre la pizarra, un crucifijo y una foto de Franco, igualito al de los sellos de correos de entonces. En la esquina del fondo, hibernaba el alumno perenne: el esqueleto “Pepeluí”. Me daba  miedo, porque los mayores decían que era de un maestro que no se quiso jubilar. Le habían colocado un cigarro de papel entre los dientes, un sombrero de paja volcado hacia adelante y una de las manos enganchada a las costillas sobre la cintura. 
Cuando el maestro estaba de espaldas escribiendo con tiza las cuentas en la pizarra negra, alguno de los niños disparaba con un canuto un hueso de almencina o una bolilla de papel mascado directa al cogote de otro compañero. ¡Yo no fui, ha sido “Pepeluí”! se defendía el culpable y nadie replicaba, ante la mirada sin ojos y la sonrisa muda del esqueleto que parecía otorgar con su silencio.
La pizarra, al lado de la puerta, hacía esquina con “el rincón de los castigados”. Allí iban desterrados los que se portaban mal, de pie contra la pared o de rodillas y si eran muy malos con los brazos en cruz y libros sobre las palmas de las manos, aunque en realidad nunca nos castigaron así, todo lo más si hablábamos mucho de cara a la pared o copiando veinte veces "En clase no se habla" o lo que quiera que hiciéramos que no deberíamos, el maestro nos hacía copiar la frase hasta que se nos dormía la mano.  
Los pupitres eran de madera oscura, de dos plazas, con el tablero inclinado y abatible, bajo el cual, guardábamos los libros y el bocadillo de chorizo con manteca colorá que marcaba libros y cuadernos con redondeles anaranjados y olor a pimentón. 
La mesa del maestro mostraba las cuatro patas y escondía dos cajones. Descansaban desafiantes sobre ella: unas tijeras con un agujero más grande que el otro, un sacapuntas metálico color plata, unas gomas con las esquinas redondeadas, varios lápices con rayas amarillas y negras, tres bolígrafos Bic, rojo, negro y azul, un paquete de tizas empezado sobre un polvillo blanco a modo de talco que cubría la mesa. Sin olvidar “la regla de madera” con la que el maestro zurraba sobre la mesa cuando alborotábamos mucho, haciendo saltar las motas de tiza bailando un “cha,cha,cha” en la pista improvisada por un rayo de sol. Entonces, si te soliviantabas, el maestro podía tirarte de las orejas, darte una colleja o con la regla sobre la palma de la mano, y si  retirabas la mano, añadía una propina y si nos quejábamos a nuestros padres ellos respondían tranquilamente: algo habréis hecho.
Cuando llegaba la hora del recreo, el maestro nos dejaba la llave del servicio a las cuatro niñas. Un día escuchamos murmullos fuera. “Los tres mosqueteros” nos habían echado una serpiente medio viva por la ventana del baño. Salimos corriendo y gritando y nos dejamos la llave dentro del servicio. El maestro intentó castigar a “los tres mosqueteros”, que aparte de este apodo grupal, tenían cada uno el suyo propio: “El garbanzo” regordete y bajito, “El negro” de pelo oscuro y lacio y “El firra”, al que no sé porque llamaban así, pero era el cabecilla. Aquel día, se escaparon por las ventanas huyendo de la regla al maestro y no volvieron por clase en lo que quedaba de curso, aunque imagino que sería  final de curso.
Allí todos teníamos un mote. A mí me pusieron "la pitusa" y aunque me lo decían para chincharme, me daba igual porque lo cantaban en un anuncio de la tele y era de una gaseosa muy rica. Pero al  “grillo” que era un niño tímido, alto blancuzco y con pecas, los mayores le cantaban “grigrigirigri” hasta que lo hacían llorar o salir corriendo.  A mí me daba pena, aunque allí nadie se salvaba de las bromas ni del mote. Al que le habían pegado el primer día "El Libélula” se metían con él porque su padre tenía sus ideas propias, diferentes a la mayoría de los padres,  y no lo había bautizado. Aunque era un poco canijo para su edad, para pegarle se tenían que juntar unos pocos.
En los recreos, una vez libres del azote de los tres mosqueteros, jugábamos a fútbol. Para poder formar dos equipos teníamos que participar varios cursos, incluso las niñas y los pequeños. Una era que había detrás de la escuela hacía de campo de fútbol. Hacíamos las porterías con dos peñascos, contando veinte pasos entre uno y otro, y cuarenta pasos para indicar el medio del campo, donde “El libélula” hacía una raya con el filo una piedra de yeso sobre la tierra apisonada. Los dos capitanes elegían a los miembros de cada equipo, contaban un paso cada uno y el primero que llegaba a tope, elegía jugador. A los de Primero los dejaban de porteros pero como se aburrían, se iban a jugar a otra cosa y dejaban la portería sola, para cabreo de los mayores. También jugábamos al “Pañuelo” cuando tocaba gimnasia. El maestro lo sujetaba por un pico e iba diciendo números y ganaba el equipo que más veces y más rápido retiraba el pañuelo. Los días que los niños no nos dejaban jugar a fútbol,  las niñas dibujábamos una rayuela sobre el patio de la escuela, pero la Inma siempre quería jugar ella la primera y cuando perdía borraba la rayuela y nos tiraba el tejo a los hierbajos. Entonces nos íbamos a explorar por la orilla del río o a coger alguna fruta a los huertos cercanos.
En la escuela conocí al niño más guapo del mundo. Le apodaban “El mocos” y solía tirar el lápiz al suelo para recogerlo y de paso mirar las bragas de las niñas. Después cuando terminaba la clase, iba corriendo a su casa, cogía su bici y se empeñaba en acompañarnos para llevarme la maleta a casa. Aunque le decía que no hacía falta y que podía sola, se empeñaba,  y a mí me daba mucha vergüenza de que mi padre lo viera y me regañara.
Mi compañera de aventuras sabía muchas cosas. Ella fue quien me dijo que los reyes magos eran los padres, y que a los niños no los traía la cigüeña de París, como me había dicho mi madre, sino que los parían las mujeres. Yo eso no lo veía muy claro, porque ¿cómo podía salir un bebé de dentro de su madre?
─¿Pos cómo va a ser tonta? Igualico que paren las cabras ¡por el culo!
Cuando le pregunté a mi madre si aquello era verdad le cambió el color y me dijo que no me juntase con aquella niña.  ¡Pero, si era la única niña  de mi curso! y además me lo pasaba muy bien con ella, aunque fuera andando por el filo de la acequia, buscando alcaparrones o hierba para los conejos. Y como ella tenía hermanos mayores lo sabía todo y me lo contaba con detalles. Fue ella la que me explicó que si los padres dormían muy juntos las mamas se preñaban y se les ponía la barriga muy gorda. Pero esto ya no se lo conté a mi madre. Desde entonces cuándo quería saber algo, se lo preguntaba a ella y no le decía nada a los mayores cuando me decían alguna trola para niñas pequeñas.
Los niños se fueron haciendo mayores hasta que ya no quedaron para llenar la escuela. Plantaron chalets con piscinas, enmudecieron las ranas, desaparecieron las culebras y las lagartijas. Olvidamos hasta nuestros motes,  aunque creo que nunca podremos olvidar los días que pasamos en aquella escuela. 
Hace poco la vendieron como alojamiento rural y desde lo alto de la tarta me mira cuando paso con su cara de circunstancias.


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