miércoles, 4 de noviembre de 2009

El Lienzo



El Lienzo © Loli Pérez González



Siempre me gustó el sabor amargo de la mermelada de naranja pero hoy sentí como si hubiera mordido un trozo de hiel. Había empezado a desayunar, cuando escuché en las noticias: "La policía ha encontrado en un piso de las afueras el botín de una peligrosa banda de ladrones..."
Y fue entonces cuando la vi, allí plantada entre relojes, gargantillas de oro, pistolas, fajos de billetes… Estaba de pie contra la pared. Era sin duda, su Autorretrato. Me miró fijamente desde la pantalla de plasma del televisor, reconocí la mueca de ironía en su boca, sus ojos alabastrados, fulminantes y vivos y la palma de la mano levantada al frente, en un vano afán de querer detener el tiempo. El mechón de pelo sobre su mejilla en forma de media luna. Sus labios pintados de rojo escarlata.

Recuerdo con nitidez el día que empezó a pintarlo. Yo le había regalado el lienzo, lo compré a un anticuario que estaba liquidando últimas piezas, a precios de locura. Parecía muy antiguo tenía un color blanco roto, pero el tejido era fino y suave. Cuando ella lo vio enseguida supo lo que iba a plasmar en él, era el lienzo que había esperado para pintar su autorretrato.

Primero hizo lo que ella llamaba “la mancha”: un color de base, homogéneo. Después trazó con un lápiz las líneas de contorno a seguir. Buscó los botes con los colores y empezó a mezclarlos en la paleta.

Estábamos los dos solos, en su buhardilla. Era de madrugada, o quizás atardecía, de lo que sí estoy seguro, era que había poca luz y estábamos rodeados de silencio: el espejo, el lienzo, la paleta, los colores, el pincel y nosotros dos, respirando nuestras respiraciones acompasadas, inmersos en nuestro micro universo.
Nosotros dos, ambos reflejados en aquel espejo. Ella, sólo ella dentro del lienzo se dibujaba a sí misma, en gruesos trazos, colores vivos y luminosos. No sé por qué aquella tarde sentí crecer un muro invisible que me desplazaba de su vida. Pero como siempre, cuando algo no me interesa, finjo no enterarme. Y continué allí, un tiempo más, a la espera de que ocurriera algo. Intentando ser útil, necesario, imprescindible. Le hacía los recados, la comida de la que ella apenas probaba bocado. Le ponía la música de Pavaroti que antes tanto le gustaba alta, mientras pintaba abstraída pero ahora encoje el entrecejo y baja el volumen al mínimo.

Yo quería formar parte del lienzo de su vida, pero cuanto más lo intentaba, más lejano e impotente me sentía a cada momento.

Absorta en su trabajo, obsesionada con su imagen, trashumante del espejo al lienzo, de la realidad a la inmortalidad. Mordía distraída el extremo del pincel mientras un mechón del pelo escapaba rebelde sobre su mejilla, a veces se llenaba de pintura al acomodarlo tras la oreja, con el extremo del pincel.

Escondía su cuerpo menudo dentro de una bata banca llena de manchas multicolores. Se movía ágil, calzada con sus zuecos fosforitos. Paleta en mano, mezclaba los colores: magenta, púrpura, terracota, blanco, añil... Yo la observaba desde mi rincón mientras fingía leer y el olor a pintura mezclado con aguarrás emborronaba el aire, nos laceraba los pulmones, perturbaba nuestros sentidos.

Y ahora pienso en aquella tarde cuando volvíamos de la calle y le dije:
―No te muevas, vida mía ―y ella me miró aterrada, moviendo la cabeza a los lados sin decir nada.
Habían forzado la cerradura de la buhardilla. Yo me asomé despacio sin hacer ruido. No había nadie dentro. En el suelo estaban los cajones de la cómoda con la ropa interior revuelta, habían rajado el colchón, desparramado la harina, los macarrones… todo el contenido de los muebles de la cocina.
Ella me siguió sin que yo notara su presencia tras de mí y no pudo retener un aullido que escapó de su garganta, al ver los botes de pintura derramados y mezclados sobre el suelo y el caballete vacío. Los intrusos se habían llevado lo único de valor que teníamos… su obra más querida, su Autorretrato. Aquel día marcó una raya continua y divisoria en nuestras vidas, todo cambió entre nosotros. Fue como si con el Autorretrato se hubieran llevado una parte de ella, imposible de recuperar. En los días siguientes dejó de sonreír, apenas si me hablaba. Perdió la inspiración, su ilusión por pintar y se marchó lejos. Ni siquiera me dejó su nueva dirección.

Yo me quedé allí, aferrado al pasado. Duele cada vez que me envuelven los recuerdos, los susurros del silencio y el vacío, su calma, su quietud, su agobiante ausencia al final de cada tarde. Porque desde que ella no está ya no aguanto la algarabía de la gente que sube por la ventana, ni la música, ni la risa de los demás.
Ella se llevó el sabor de mi boca, el color de mi vida. Me siento como un animal amargo y desorientado. Apago el televisor, me pongo la chaqueta, sé que tengo que ir a la Comisaría. Debo recuperar su Autorretrato. Y será complicado. Busco la copia de la denuncia. No sé qué tendré que hacer pero, si consigo rescatar el Autorretrato, será como recuperar una parte de ella, una parte de mí mismo, una parte de una vida que ya no existe aunque me niegue a aceptarlo.

FIN

4 comentarios:

  1. Hola Loli, aquí me hallás releyendo tu cuento. Me ha gustado mucho, tanto el tema como el modo en que lo contás.
    Muchas gracias.

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  2. Cualquier soporte puede ser válido para expresar una emoción, una inquietud o un sentimiento entre otras muchas posibilidades.

    Gracias por utilizar tu blog como "lienzo" de tus deseos que compartes con todos nosotros.

    Un beso, wapa.

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  3. Una historia muy bien contada Loli.
    Planteamiento, nudo y deslenlaze perfectamente encajados.
    Creas tensión y curiosidad por seguir leyendo.

    Enhorabuena
    Miguel

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  4. No quiero despedirme esta noche, sin antes dejarte dicho que esta lectura me ha dejado un sabor mágico. Tiene un encanto poético y sorpresivo; con espacios vacíos y sin tiempo. Con colores que dibujan recuerdos y un amor perdido, o quizás nunca hallado.
    Es probable que tu no lo quisieras, pero lo hiciste.
    un bsito

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